LA VERDAD ES QUE, a veces maltratamos a otros. Nos separamos de un hermano o hermana tanto consanguíneo como de fe. Dañamos o herimos a alguien, podemos malinterpretar fácilmente a otros o bien hacer prejuicio y, creemos que es algo entre Dios y yo. Así que en el mejor de los casos asistimos al sacramento de la confesión, nos confesamos y luego si se puede nos arrepentimos, seguimos nuestro camino pensando que todo está bien.
Sin embargo, nunca nos detenemos a reflexionar sobre como en el proceso, no solo herimos a un hermano, sino que hemos herido al Señor. De hecho, lo hicimos a todo el cuerpo de Cristo, porque si uno se duele, todos se duelen, como dije antes, a familiares y hermanos de la iglesia.
He aquí lo que nos dice el Señor, ¡perteneces al Cuerpo de Cristo! Y lo mismo ocurre con tu hermano y tu hermana. Todos somos uno, porque todos estamos conectados a la cabeza.
Lee el mensaje que Pablo entrego a los hermanos:
Nada hagáis por contienda o por vanagloria. Antes bien con humildad, estimando cada uno a los demás como superiores a el mismo, no mirando a cada uno por lo suyo propio, sino cada cual también por lo de los otros. Filipenses 2,3-4 Ruego a ustedes, que sean de un mismo sentir en el Señor. Filipenses 4,2
Pablo ha resumido todo. De hecho, así es como la misericordia es vivida en su plenitud.
Te pregunto ¿amas a todos tus hermanos sanguíneos y en la fe? Así como la vida fluye de la cabeza hacia nosotros, la cabeza es Cristo y somos su cuerpo, comienza a amar no solo a los tuyos sino incluso a tus enemigos.
Señor te pido aprender a ser misericordioso, a amar como tu has sido conmigo, misericordioso y amoroso para conmigo.
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