Extractos Thomas de Kempis
El mártir San Lorenzo venció al mundo y al afecto que tenía por su sacerdote, porque
despreció todo lo que en el mundo parecía deleitable; y sufrió con paciencia, por amor
de Cristo, que le fuese quitado Sixto, el Sumo Sacerdote de Dios, a quien él amaba
mucho.
Porque si este sacratísimo Sacramento se celebrase en un solo lugar y se consagrase
por un solo sacerdote en todo el mundo, ¿con cuánto deseo y afecto acudirían los
hombres a aquel sacerdote de Dios para verle celebrar los divinos misterios? Mas ahora
hay muchos sacerdotes, y se ofrece Cristo en muchos lugares, para que se muestre tanto
mayor la gracia y amor de Dios al hombre, cuanto la sagrada Comunión es más
liberalmente difundida por el mundo. Gracias a Ti, buen Jesús, pastor eterno que te
dignaste recrearnos a nosotros pobres y desterrados, con tu precioso cuerpo y sangre; y
también convidarnos con palabras de tu propia boca a recibir estos misterios, diciendo:
Venid a Mí todos los que tenéis trabajos y estáis cargados, que yo os aliviaré.
Aunque tuvieses la pureza de los ángeles, y la santidad de San Juan Bautista, no
serías digno de recibir ni manejar este Sacramento. Porque no cabe en merecimiento
humano que el hombre consagre y tenga en sus manos el Sacramento de Cristo y coma
el pan de los ángeles. Grande es este misterio, y grande es la dignidad de los sacerdotes,
a los cuales es dado lo que no es concedido a los ángeles. Pues sólo los sacerdotes
ordenados en la Iglesia tienen poder de celebrar y consagrar el cuerpo de Jesucristo. El
sacerdote es ministro de Dios, cuyas palabras usa por su mandamiento y ordenación;
mas Dios es allí el principal autor y obrador invisible, a cuya voluntad todo está sujeto,
y a cuyo mandamiento todo obedece.
Así, pues, debes creer a Dios todopoderoso en este sublime Sacramento más que a tus
propios sentidos y a las señales visibles. Y por eso debe el hombre llegar a este misterio
con temor y reverencia. Reflexiona sobre ti mismo, y mira qué tal es el ministerio que te
ha sido encomendado por la imposición de las manos del obispo. Has sido hecho
sacerdote y ordenado para celebrar; cuida, pues, de ofrecer a Dios este sacrificio con fe
y devoción en el tiempo conveniente, y de mostrarte irreprensible. No has aliviado tu
carga; antes bien estás atado con más estrecho vínculo, y obligado a mayor perfección
de santidad. El sacerdote debe estar adornado de todas las virtudes, y ha de dar a los
otros ejemplo de buena vida. Su porte no ha de ser como el de los hombres comunes;
sino como el de los ángeles en el cielo, o el de los varones perfectos en la tierra
El sacerdote vestido de las vestiduras sagradas, tiene el lugar de Cristo para rogar
devota y humildemente a Dios por sí y por todo el pueblo. El tiene la señal de la cruz de
Cristo delante de sí, y en las espaldas, para que continuamente tenga memoria de su
sacratísima pasión. Delante de sí en la casulla, trae la cruz, para que mire con diligencia
las pisadas de Cristo, y estudie en seguirle con fervor. En las espaldas está también
señalado de la cruz, para que sufra con paciencia por Dios cualquiera injuria que otro le
hiciere. La cruz lleva delante, para que llore sus pecados, y detrás la lleva para llorar por
compasión los ajenos, y para que sepa que es medianero entre Dios y el pecador, y no
cese de orar ni ofrecer el santo sacrificio hasta que merezca alcanzar la gracia y
misericordia divina. Cuando el sacerdote celebra, honra a Dios, alegra a los ángeles, y
edifica a la Iglesia, ayuda los vivos, da descanso a los difuntos, y hácese participante de
todos los bienes.
Sobre todas las cosas es necesario que el sacerdote de Dios llegue a celebrar, manejar
y recibir este Sacramento con grandísima humildad de corazón y con devota reverencia,
con entera fe y con piadosa intención de la honra de Dios. Examina diligentemente tu
conciencia, y según tus fuerzas límpiala adórnala con verdadero dolor y humilde
confesión, de manera que no tengas o sepas cosa grave que te remuerda y te impida
llegar libremente al Sacramento. Ten aborrecimiento de todos tus pecados en general, y
por las faltas diarias duélete y gime más particularmente. Y si el tiempo lo permite,
confiesa a Dios todas las miserias de tus pasiones en lo secreto de tu corazón
¡Oh, cuán grande y honorífico es el oficio de los sacerdotes, a los cuales es concedido
consagrar al Señor de la majestad con las palabras sagradas, bendecirlo con sus labios,
tenerlo en sus manos, recibirlo en su propia boca, y distribuirle a los demás! ¡Oh, cuán
limpias deben estar aquellas manos, cuán pura la boca, cuán santo el cuerpo, cuán
inmaculado el corazón del sacerdote, donde tantas veces entra el Autor de la pureza! De
la boca del sacerdote no debe salir palabra que no sea santa, que no sea honesta y útil,
pues tan continuamente recibe el santísimo Sacramento.
Deben ser simples y castos los ojos acostumbrados a mirar el cuerpo de Cristo, puras
y levantadas al cielo las manos que tocan al Criador del cielo y de la tierra. A los
sacerdotes especialmente se dice en la ley: SED SANTOS, PORQUE YO, VUESTRO
DIOS Y SEÑOR, SOY SANTO.
El mártir San Lorenzo venció al mundo y al afecto que tenía por su sacerdote, porque
despreció todo lo que en el mundo parecía deleitable; y sufrió con paciencia, por amor
de Cristo, que le fuese quitado Sixto, el Sumo Sacerdote de Dios, a quien él amaba
mucho.
Porque si este sacratísimo Sacramento se celebrase en un solo lugar y se consagrase
por un solo sacerdote en todo el mundo, ¿con cuánto deseo y afecto acudirían los
hombres a aquel sacerdote de Dios para verle celebrar los divinos misterios? Mas ahora
hay muchos sacerdotes, y se ofrece Cristo en muchos lugares, para que se muestre tanto
mayor la gracia y amor de Dios al hombre, cuanto la sagrada Comunión es más
liberalmente difundida por el mundo. Gracias a Ti, buen Jesús, pastor eterno que te
dignaste recrearnos a nosotros pobres y desterrados, con tu precioso cuerpo y sangre; y
también convidarnos con palabras de tu propia boca a recibir estos misterios, diciendo:
Venid a Mí todos los que tenéis trabajos y estáis cargados, que yo os aliviaré.
Aunque tuvieses la pureza de los ángeles, y la santidad de San Juan Bautista, no
serías digno de recibir ni manejar este Sacramento. Porque no cabe en merecimiento
humano que el hombre consagre y tenga en sus manos el Sacramento de Cristo y coma
el pan de los ángeles. Grande es este misterio, y grande es la dignidad de los sacerdotes,
a los cuales es dado lo que no es concedido a los ángeles. Pues sólo los sacerdotes
ordenados en la Iglesia tienen poder de celebrar y consagrar el cuerpo de Jesucristo. El
sacerdote es ministro de Dios, cuyas palabras usa por su mandamiento y ordenación;
mas Dios es allí el principal autor y obrador invisible, a cuya voluntad todo está sujeto,
y a cuyo mandamiento todo obedece.
Así, pues, debes creer a Dios todopoderoso en este sublime Sacramento más que a tus
propios sentidos y a las señales visibles. Y por eso debe el hombre llegar a este misterio
con temor y reverencia. Reflexiona sobre ti mismo, y mira qué tal es el ministerio que te
ha sido encomendado por la imposición de las manos del obispo. Has sido hecho
sacerdote y ordenado para celebrar; cuida, pues, de ofrecer a Dios este sacrificio con fe
y devoción en el tiempo conveniente, y de mostrarte irreprensible. No has aliviado tu
carga; antes bien estás atado con más estrecho vínculo, y obligado a mayor perfección
de santidad. El sacerdote debe estar adornado de todas las virtudes, y ha de dar a los
otros ejemplo de buena vida. Su porte no ha de ser como el de los hombres comunes;
sino como el de los ángeles en el cielo, o el de los varones perfectos en la tierra
El sacerdote vestido de las vestiduras sagradas, tiene el lugar de Cristo para rogar
devota y humildemente a Dios por sí y por todo el pueblo. El tiene la señal de la cruz de
Cristo delante de sí, y en las espaldas, para que continuamente tenga memoria de su
sacratísima pasión. Delante de sí en la casulla, trae la cruz, para que mire con diligencia
las pisadas de Cristo, y estudie en seguirle con fervor. En las espaldas está también
señalado de la cruz, para que sufra con paciencia por Dios cualquiera injuria que otro le
hiciere. La cruz lleva delante, para que llore sus pecados, y detrás la lleva para llorar por
compasión los ajenos, y para que sepa que es medianero entre Dios y el pecador, y no
cese de orar ni ofrecer el santo sacrificio hasta que merezca alcanzar la gracia y
misericordia divina. Cuando el sacerdote celebra, honra a Dios, alegra a los ángeles, y
edifica a la Iglesia, ayuda los vivos, da descanso a los difuntos, y hácese participante de
todos los bienes.
Sobre todas las cosas es necesario que el sacerdote de Dios llegue a celebrar, manejar
y recibir este Sacramento con grandísima humildad de corazón y con devota reverencia,
con entera fe y con piadosa intención de la honra de Dios. Examina diligentemente tu
conciencia, y según tus fuerzas límpiala adórnala con verdadero dolor y humilde
confesión, de manera que no tengas o sepas cosa grave que te remuerda y te impida
llegar libremente al Sacramento. Ten aborrecimiento de todos tus pecados en general, y
por las faltas diarias duélete y gime más particularmente. Y si el tiempo lo permite,
confiesa a Dios todas las miserias de tus pasiones en lo secreto de tu corazón
¡Oh, cuán grande y honorífico es el oficio de los sacerdotes, a los cuales es concedido
consagrar al Señor de la majestad con las palabras sagradas, bendecirlo con sus labios,
tenerlo en sus manos, recibirlo en su propia boca, y distribuirle a los demás! ¡Oh, cuán
limpias deben estar aquellas manos, cuán pura la boca, cuán santo el cuerpo, cuán
inmaculado el corazón del sacerdote, donde tantas veces entra el Autor de la pureza! De
la boca del sacerdote no debe salir palabra que no sea santa, que no sea honesta y útil,
pues tan continuamente recibe el santísimo Sacramento.
Deben ser simples y castos los ojos acostumbrados a mirar el cuerpo de Cristo, puras
y levantadas al cielo las manos que tocan al Criador del cielo y de la tierra. A los
sacerdotes especialmente se dice en la ley: SED SANTOS, PORQUE YO, VUESTRO
DIOS Y SEÑOR, SOY SANTO.
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